El Somorrostro, memoria de una Barcelona no tan lejana que no quiere caer en el olvido
Los turistas que hoy deambulan por el paseo marítimo de nuestra ciudad lo hacen sin ser conscientes de la Barcelona preolímpica que allí existió. A finales del siglo XIX, junto al Hospital del Mar, se erigía el Somorrostro, un barrio que se extendía a lo largo de un quilómetro de costa hasta la antigua desembocadura del Rec Comtal, en la zona del Bogatell. Sin embargo, no era un barrio como cualquiera de los que hoy conforman Barcelona, porque las condiciones en las que vivían distan mucho de las que hoy en día consideramos imprescindibles.
Ni calles asfaltadas, ni iluminación, ni agua corriente. Solo chabolas surgidas como setas. Hechas con piedras, chapas, plásticos y maderas. Limitado con el mar por un lado y con los muros de las fábricas del Poblenou por el otro, el Somorrostro fue construyéndose en la escasa porción de arena que quedaba libre, estirándose hasta donde pudo. Sus primeros pobladores fueron migrantes desplazados a Barcelona para aprovechar las oportunidades laborales generadas por la Exposición Universal de 1888. Otra Exposición Internacional en 1929 y las secuelas de la posguerra en los años 40 provocaron nuevas oleadas de campesinos que creían que en el Somorrostro podrían comenzar una vida mejor. Y así llegamos hasta 1954, año en el que se llegaron a contabilizar unas 2.400 barracas donde se calcula que malvivían más de 15.000 personas.
Olvidados por las autoridades de la época y expuestos a la constante humedad y las inclemencias de un mar que en cualquier momento podía llevarse por delante sus frágiles viviendas, los habitantes del Somorrostro vivían de espaldas a una ciudad que les daba la espalda a ellos. Un asentamiento gitano a principios de siglo XX, en una zona ya de por sí precaria, acabó convirtiéndolo en un barrio “marginal”. Esa ciudad sin ley, en la que la policía no se atrevía a penetrar, la retrató a la perfección Carlos Ruiz Zafón en El prisionero del cielo, tercera entrega de la tetralogía de La Sombra del Viento.
Entre tanta miseria, un nacimiento destacado, el de Carmen Amaya en 1918, ponía al barrio en el mapa. Según los entendidos, fue una de las mejores bailaoras de todos los tiempos. Reconocida y valorada en Europa, Sudamérica y Estados Unidos, su temprana muerte a los 50 años conmocionó a la España de aquella época. En Barcelona se sucedieron los homenajes póstumos para reconocer su enorme talento sobre las tablas. Algunos de ellos han perdurado hasta nuestros días: una calle junto al cementerio de Poblenou, una estatua en los jardines de Joan Brossa de Montjuic y una fuente al inicio del paseo marítimo, justo donde comenzaba el barrio que la vio nacer.
Precisamente, la ampliación de ese paseo en los años 60 inició el declive del Somorrostro, que fue reduciendo su extensión de forma progresiva hasta el 25 de junio de 1966, fecha en que las barracas fueron derruidas con urgencia ante la inminencia de unas maniobras militares que se iban a realizar en presencia del dictador Francisco Franco. Los que allí vivían fueron obligados a subir en camiones y trasladados de manera forzosa hasta los bloques a medio construir del barrio de Sant Roc, en Badalona.
Ya en los años ochenta y noventa, la gran transformación experimentada por Barcelona a raíz de los Juegos Olímpicos de 1992 hizo que el rastro de aquel barrio se esfumase. No así la memoria de los que allí un día malvivieron. De hecho, se empezó a recuperar ese recuerdo gracias a un movimiento ciudadano. En 2011 se rebautizó un tramo de la playa de la Barceloneta como playa del Somorrostro. Desde entonces, en un acto de justicia, se han llevado a cabo varias acciones recordando los antiguos barrios: Se publicó el libro Somorrostro. Crónica visual de un barrio olvidado, y se han realizado diversas exposiciones fotográficas como Somorrostro. Imágenes de una época, recogida dentro del festival Docfield en 2016.
El Somorrostro es quizás el más emblemático, pero no el único barrio de barracas que emergió en aquella Barcelona de posguerra: Camp de la Bota, La Perona, Santa Engracia, Can Tunis o incluso Santa Gemma en Les Corts fueron algunas de las zonas de concentración de chabolas. En términos de población se calcula que en los años 50 unas 100.000 personas (el 7% de los habitantes de Barcelona) era chabolista. Ahora, medio siglo después de su derribo, se han colocado placas conmemorativas en los principales núcleos de barracas para recuperar la memoria de una Barcelona no tan lejana que no quiere caer en el olvido.